Salle de Bains - A las once bajo el reloj
En las duchas de la playa había un cartel que decía:
Salle de Bains
¡En cas de noyade
appelez le maitre nagueur!
Mi insuficiente dominio del idioma me conducía a leer y releer ese letrero
cada vez que entraba a aquellas instalaciones y sólo con el paso de los años
llegué a la conclusión de que "le maitre nagueur" era un tío que estaba
buenísimo y que cada año era otro diferente.
Durante años odié mis trenzas y aquellos bañadores de gomitas, odié los
calcetines y los vestidos de nido de abeja. Mi prima y mis amigas eran algo
mayores que yo y mientras yo seguía, aparentemente, siendo una niña ellas
eran ya jovencitas que ligoteaban con los chicos del paseo y, sobre todo,
con "le maitre nagueur"
Me prestaban su ropa para que no pareciera tan infantil y no ahuyentara al
personal masculino pero había un fallo, no me dejaban un sujetador y ¡Santo
Cielo! aquello no dejaba de crecer. Me pasaba el tiempo con los brazos
cruzados o con la rebequita, muy útil en la costa cantábrica al atardecer,
puesta todo el día sobre los hombros y anudada justo delante de mis, a mi
parecer, escandalosas tetas que se movían sin parar bajo la blusa de batista
perforada.
Lo de las trenzas seguía siendo un problema porque aunque las deshiciera no
podía dejarme la melena suelta ya que se notaban las marcas. Era un suplicio
que cada mañana y cada noche me sometieran a la tortura de los cien
cepillados para desenredar y abrillantar aquella mata de pelo que me llegaba
a la cintura.
Conseguí convencer a mis tías para que me lo recogieran en una única trenza
y el efecto fue afortunado. Incluso se dieron cuenta de que llevar aquella
blusa de agujeritos sin nada debajo era una obscenidad y me compraron el
ansiado sujetador.
Aquella mañana el cielo estaba encapotado y no habría playa pero, como
siempre, nos encontramos a las once bajo el reloj.
Era nuestra hora y nuestro punto de encuentro. Después el imparable ir y
venir por el paseo, los chicos en una dirección y las chicas en otra, para
cruzarnos una y otra vez y lanzarnos aquellas miradas furtivas y no tan
inocentes como nuestros progenitores pensaban. El tontódromo, llamaban al
paseo.
Mis amigas se sorprendieron al verme y en sus caras observé un cierto
puntito de miedo: la niña podía convertirse en rival a la hora de las
conquistas.
No hubo playa y, curiosamente, los chicos no iniciaron su paseo, se sentaron
a parlotear en la parte posterior de nuestro banco. Incluso "le maitre
nagueur", que no tenía mucho trabajo ese día, se acercó a nuestro corrillo.
¡Qué guapo era, el condenado!
Era el hermano mayor de una de mis amigas y claro está que me las ingenié
para que, Elena, me invitase a su casa. Sin embargo, me abatía el
desaliento. Enrique era mayor, demasiado mayor para nosotras y yo odiaba que
nos tratase como si fuéramos unas mocosas. Odiaba que me tirase de la
trenza. Adoraba que me ofreciera un refresco. Aborrecía que no nos dejase
entrar en sus dominios, llenos de misterio. Elena decía que estaba loco
porque le gustaba la magia y los inventos. Pero a mi me gustaba. Era una
mezcla de adoración y odio. La atracción por lo prohibido.
Septiembre era un mes de exámenes y liberaciones. Saboreábamos cada minuto
de aquellos atardeceres de olor a mar bajo los tamarindos. Temíamos las
despedidas, el alejarnos unos de otros hasta el siguiente verano. Once meses
por delante con la única ilusión de que todo continuase siendo igual, si no
mejor.
Pasó el año y aquel verano fue distinto a los anteriores. Por fin me habían
cortado el pelo. Ya no era la niña larguirucha y desgarbada a la que la ropa
de sus amigas le caía como a un fraile dos pistolas. Enrique ya no era ese
año "le maitre nagueur" y no pudo explicarme el significado de aquel letrero
de las duchas. Sin embargo, cada mañana lo encontraba a las once bajo el
reloj.
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©Mar
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